El Payo: El ídolo sigue vivo
Por su amigo Juan Romero. OVACION.
Si uno pudiera describir el Cielo, como un genial italiano pintó con fuego y todo el infierno, se animaría -eso por lo menos- a intentar un boceto del lugar donde descansan las almas hasta el día del Juicio Final. Veríamos a un ilustre y flamante residente en ese lugar. Pelo hasta los hombros, ojos azules, la mano derecha apoyada en el bastón. Más kilos de los tiempos cuando todos se paraban para verlo, como dice el tango.
Sufriendo sin pena el doloroso desarraigo terrenal. Lejos y cerca de su esposa, de su única hija, del ejército de amigos y del pueblo que lo idolatró en vida. Como no pasó con nadie más en toda la historia del planeta deportivo provincial. Añoraría a sus criaturas (así les decía a sus caballos). A esos seres vivos que les sobraba inteligencia y les faltaba el raciocinio pero -a su manera- amaban a su amo. Por ese detalle, con un simple silbido, levantaban la cabeza y venían al trotecito para saludar en un idioma sin palabras al hombre que los amansó a lo indio (sin pegarle, sin espuela, sin profanar su indómito lomo).
Evocaría la tarde que lloró como un niño delante de hombres grandes, cuando encontró muertos a dos animales que le robaron un mal día. Volvería atrás, donde no existe el reloj del tiempo, para sentir nuevamente el rugido de la multitud cuando pasaba con su inconfundible pinta a la cabeza o en el corazón del pelotón. Se vería malherido bajo el cielo de Winnipeg, solo, abandonado en un lejano país y en un remoto nosocomio.
Volvió a ser él la tarde que volvió a correr. Fue en la Mendoza-San Juan. Y siente algo parecido a injusticia ajena, cuando el ganador con récord y todo, se vestía de civil en compañía de su padre y un puñadito de amigos. Y él, que volvía a pedalear casi 5 años después, era el centro del universo. La gente, el pueblo de las dos tribunas, bajaba en tropel para verlo de cerca. Para tocarlo. Para sentir y comprobar que era de carne y hueso, ese rubio que pasó meses en cama, que aguantó 13 operaciones, que quedó con una pierna más corta y que volvía a su antiguo metejón.
Sin que él lo supiera e imaginara, esa tarde veía la luz en el despoblado mundo de los ídolos el más grande, el más popular, el más querido. El que terminaría eclipsando a todos, antes, durante y después, en el ancho espacio deportivo provincial (y más allá). Quedó con la asignatura pendiente de ser campeón argentino de ruta (fue cuatro veces subcampeón). Enhebró 3 Calingasta (cuando la Calingasta era eso: las mil y una curvas, el sinuoso hilo del río 500 metros debajo de la cornisa del pelotón, del Tambolar de todo eso que sepultó el dique
), festejó 2 Doble Media Agua y una Doble Difunta Correa.
Le faltó una (la Mendoza, precisamente), para conquistar las 4 clásicas. Pero ganó algo mucho más grande. Como fue sacar patente de ídolo. Un halo mágico que llevó hasta la tumba y que vamos a seguir respetando los que todavía estamos de este lado.
Los que tuvimos el privilegio de ver cómo dejaba hasta la última gota de transpiración en la carretera. Los que no lo vieron y lo mismo lo pusieron en el sagrado altar de los elegidos. Los que lo despidieron con los ojos húmedos y los que lo recordarán mientras respiren. Por que así como gozó la popularidad, sufrió. Estuvo tirado en un hospital, nunca le pagaron seguros.
Sobrevivía con una miserable jubilación y parchando ruedas en su taller de calle España. Por ese calvario uno se anima a ser irreverente; y escribir, por ejemplo, que no murió. Que voló a otras galaxias pedaleando o a caballo y sigue vivo en la memoria colectiva. Como los grandes ídolos. ¡Como los que no se mueren nunca!
Una tragedia griega
El destino, no hay otra cosa, le jugó en contra a uno y le tendió la mano al otro. Uno, el Payo, fue arrollado por un auto días antes del debut. El otro sanjuanino que integraba el equipo argentino en Winnipeg 1967, volvió cargado de medallas. Vicente Alejo Chancay que se fue al cielo el 7 de mayo de 1998 -tenía 58 años- había sido campeón argentino (segunda vez al hilo), en el kilómetro.
El Payo llegaba como ganador de la Calingasta, 7 meses antes de los Juegos. El accidente le cambió los planes al técnico. Vicente, pasaba de pistard a rutero. Y como buen funcional en estas tierras, no hizo más que revalidar antecedentes afuera. En el velódromo ganó 1 oro. Fue en 4x4000 con: Juan Merlo, Carlos Álvarez y Alberto Vázquez. En las vueltas terminó escoltando al campeón: el platense Álvarez. Plata también en el otro piñón.
Ganó el masivo embalaje del segundo pelotón en los durísimos 215 kilómetros del fondo. Uno, al tiempo, volvió enyesado, herido. El otro, con 3 brillantes medallas. Cosas del destino. No hay otra.
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